Él cumplía 44. Otro día más de verano. Otro cumpleaños en el que sus recuerdos repetitivos eran escuchados por su hijo, por mí. Parecía estar todo bien. No había mucho que hacer en la tierra de sus padres, en la de sus abuelos y en la de otros.
Amanecía antes de las siete, y el sol cegaba sus ojos como cuando uno nace. El día pasaba como cualquier otro, no había nada de extraño. Nada, hasta al medio día. Me contó que al estar en la cocina, y no haber nadie ahí, sentía el respirar frecuente de aquella señora. El susto que le ocasionó, le causo la sensación de que algo no estaría bien.
Como no había mucho que hacer, decidí ir a la casa de la niña de ojos dormidos. A distrairme un poco. Pero antes de salir, entré al cuarto de la señora. Estaba ahí, sentada sobre su cama, como si todo estuviese bien, aunque pensativa en su mirada. Me senté a su costado, y la abracé. Sus palabras fueron claras y concisas, pero al ser tan frecuentes, no fueron del todo procesadas. Un te quiero y un sentimiento de orgullo, fue lo que me dijo no olvidara. Pero sonó como si estuviera despidiéndose, como si no regresara, como si no me volviera a ver sonreír.
En medio de la tecnología, y del aburrimiento. Vi el reloj de la pared, y las 5 y algo más eran testigos de el sentimiento que sentía, de un presentimiento totalmente seguro. Sonó. Y volvió a sonar, aquel teléfono, por el cual la señora había hablado tantas veces en la casa de su nieta de ojos dormidos.
Lágrimas y palabras. Sollozos y frases. Fueron las únicas cosas que pude escuchar. Una voz totalmente entrecortada, triste y nerviosa. Sabía que algo andaba mal. Algo que no era común en aquel verano. No me podía concentrar. No prestaba atención. No me importaba nada.
Llegó un tío. Y me llevó a un costado. Estaba seguro de que mi presentimiento se hacía realidad. Sus palabras fueron claras. Fueron tan fuertes que los ojos rebentaron en llanto. Poca claridad, y mucha adrenalida. La mezcla mas rara de tantos sentimientos, que jamás sentí. Que nunca he vuelto a sentir. Impotencia. Tristeza. Pena. Desolación. Todo en menos de un segundo. Tan rápido, que no pude ni darme cuenta que estaba totalmente abatido por una noticia poco convencional.
Salí de la casa, en donde las paredes, por defecto de la noticia habían sido afectadas hasta el útlimo rincón.
Llegué al hogar de la señora. Subí las escalareas corriendo lo más rapído que pude. El piso estaba mojado y había gente en el pasadizo. Todos me miraban con condolencia y con ganas de abrazarme. Sólo atiné a ver a un señor, y todo mi odio se fue contra él. No le dije nada. Pero mi mirada fue concreta y suficiente, para hacerle entender que no quería hablar con nadie.
Entré a su habitación, la misma en la que se despidió. Y la vi tendida sobre su cama. Parecía estar durmiendo. Parecía sonreír. Pero yo no podía mentirme y me eché a su costado. Las lágrimas, que no había cesado desde la noticia, fueron testigo de la pena. De la soledad. De la impotencia. De su amor.
No recuerdo bien que sucedió después. Pero todo siguió su curso. Todo fue como debió ser. Y si bien ya no está acá, su recuerdo permanece perenne en cada momento de la vida. Pero ella valía más que la propia alegría.
Todo sucedió un miercoles 14 de enero. Sucedió. Y sigue haciéndolo en cada recuerdo.